En el día del cumpleaños de Horacio Accavallo, recordamos la emocionada crónica de la conquista del título Mundial Mosca en 1966 por uno de los mejores periodistas de El Gráfico en su historia: Emilio Laferranderie, alias El Veco. Otra Joya de nuestro archivo.
El 1 de marzo de 1966 el argentino Horacio Accavallo conquista el título mundial mosca vacante de la Asociación y del Consejo venciendo por decisión dividida en Tokio frente al favorito a Katsuyoshi Takayama. El enviado de El Gráfico fue Emilio Laferranderie que firmaba sus notas como El Veco. Laferranderie, quien fuera también secretario de redacción de la revista, se formó profesionalmente en su Uruguay natal, hizo escuela en Argentina, donde conoció a su esposa y nacieron sus hijos, y cerró el círculo en Perú, país que lo adoptó como referente insoslayable y donde nacieron sus nietos.
Compartimos su nota de la conquista del título mundial de Accavallo, la segunda de un boxeador argentino en la historia, después de la de Pascual Pérez también en tierras japonesas.
SUEÑO REALIZADO
Si usted pasa por el mundo impulsado por una exclusiva razón matemática, no lea esta nota.
Si usted se reconoce cerebral por encima de todo, dé vuelta la hoja.
Si usted cree que en el deporte sólo cuentan los resultados, y no caben las lágrimas, siga de largo. No pierda el tiempo. ¿Por qué? Porque ésta es la crónica del gran día de Accavallo. Porque éste es el relato de una jornada que encierra la emoción intensa de nuestra carrera de periodista. Y, de entrada, le confesamos que la objetividad tambaleó ante este impacto que nos hundió los hombros y nos ablandó el alma.
Sí, hemos llorado. Lloramos con Justo Piernes, con Ulises Barrera, con Ortega Moreno, con Tito Lectoure, con Vaccari, con Androvandi, con Florentino… Lloramos todos… Borrachos de una alegría que nos llevó a conocer las lejanas fronteras de una emoción no vivida hasta ese 12 de marzo, que quedará marcado con un círculo rojo en el calendario del recuerdo.
Elegimos el final, para empezar. Las horas que comprenden la madrugada japonesa del 2 de marzo, pero que siguen perteneciendo al gran día. Ubicamos la acción en el festejo interminable, como en esas películas que empiezan con los cabellos grises del protagonista para llevarnos, mientras se esfuma la escena, al rostro fresco de sus veinte años. Y el paralelo vale. Porque cada hora fue un siglo, porque cada minuto encerró un mes, porque cada segundo tuvo la amplitud de una vuelta completa a la esfera del reloj…
Sí. Empecemos por el final. Son las dos de la mañana. Tres taxis cruzan la ciudad. Los vidrios bajos dejan oír el clamor de diez gargantas laceradas por la euforia… Sin pensar en la afonía del día siguiente. ¡Qué importa el amanecer! Esa noche debía tener cuarenta y ocho horas… No terminarse nunca…
Las autopistas se pierden en el crucigrama de la ciudad moderna. Las luces encandilantes de Tokio desaparecen. Los once millones de habitantes de la gran capital dormitan la oportunidad perdida. Sólo el grupo apretado, gritando el triunfo más grande, mientras las manos hacen tambor en las puertas de los autos. (…)
A las dos y cinco llegamos al hotel. Mejor dicho, el hotel nos alcanza a nosotros. Los empleados que terminaban sus trabajos a las 21 se han quedado a pie firme esperando a Accavallo. Hay ramos de flores. Hay sonrisas sinceras. Hay abrazos japoneses que hacen desaparecer al vencedor de un japonés…
Y dejamos que sea de ellos. Nos quedamos con los brazos caídos. Con las piernas flojas. Y mudos de asombro.
Ahora es paseado en hombros por el hall y las mucamas forman una doble fila de honor. Y allá, en lo alto, un cartel improvisado. Un saludo escrito por George Silk, un nipón que nos vendió sedas y nos robó el corazón, ponía la nota más fuerte: «VIVA / CONGRATULAR / CAMPEON DEL MUNDO H. ACCAVALLO / AKASAKA PRINCE HOTEL».
Y Accavallo llora. Sin freno. Aturdido por esa hidalguía que supera todo lo conocido. Que impulsa a Tito Lectoure a decir: «Nos han dado una lección inolvidable. Este país se nos ha metido en lo más hondo de nuestro afecto…»
Son las 8. Vaccari, Fiorentino y el doctor Salvador Mancuso se ponen los buzos amarillos con «ACCAVALLO» en la espalda. Fiorentino, el anunciador del Luna Park, hará su debut como segundo. Horacio se calza las botas, se pone el pantalón blanco y se persigna. Sobre una de las puertas abiertas del armario está la bata celeste que le obsequió Racing por intermedio de Santiago Saccol, el presidente…
Con Piernes, colega de «Clarín» y gran compañero de todas las horas vividas en Tokio, corremos hasta nuestros asientos, rigurosamente reservados por la organización japonesa. Detrás tenemos a un brasileño que ha venido a gritar por Accavallo. En una fila próxima vemos al doctor Balbín, a Setti, a Vanin. En lo alto, en dos sectores distintos, el personal de la embajada se ha hecho presente con pequeñas banderitas. Aplausos para Accavallo. Más aplausos para Takayama. Escasa diferencia… Llegan los himnos… Y Accavallo sacude a todos cuando canta el Himno Nacional en pleno ring. Sube Ebihara. El juez norteamericano llama a los boxeadores
Suena el gong y Accavallo está de espaldas al centro del ring.
Es una costumbre de Horacio -explicaría más tarde Aldrovandi-. Pide el protector bucal simultáneamente con el toque de campana.
Takayama avanza. Salta de uno a otro extremo del ring y el golpe llega neto, pero de costado, sobre la mandíbula.
Fue reglamentario. Pero nunca lo habíamos visto antes. Tal vez, porque en Argentina nadie pega en esa situación… Para el doctor Balbín fue «otro Pearl Harbor…»
Lo cierto fue que produjo una variante en el trámite de la pelea. Un Accavallo que se replegó más de lo proyectado, descontando que Takayama saldría á quemar en las primeras vueltas, a jugar allí su posibilidad de un triunfo categórico.
Accavallo acusa la sorpresa. Takayama lo persigue por todo el ring, y su zurda entra alta a la cabeza, con asiduidad. Nos miramos con Piernes. ¿Qué ocurre? Accavallo se mueve frontalmente, con los pies pegados al piso, sin intentar una vez el paso atrás, sin buscar los costados. Takayama se ciega, y en su afán por pegar inicia su larga serie de infracciones. Una sensación de miedo recorre nuestras anatomías. Pensamos entonces en algo que comentamos diez veces con Piernes, en la vigilia expectante de la noche anterior, en una siesta que no fue de ojos cerrados frente a la proximidad del gran momento: ¿Es tan flojo Takayama como para descartar sus posibilidades? ¿No ha existido un exceso de optimismo? Uno que está tercero en el ranking que es vencedor de Burruni, ¿puede ser tan poca cosa? Ahora tenemos la respuesta: No. Takayama es menos que Accavallo, pero buen boxeador. Y tiene una maza en el puño izquierdo.
Pasan otros tres rounds sin nada nuevo. El nuestro apura en el cuarto, pero recibe un contragolpe que lo hace volver al rincón confesando que le entraron «muy duro…» Al terminar la vuelta siguiente, Aldrovandi hace la primera advertencia:
-Vamos perdiendo, Horacio… Estás peleando muy atado. Tenes que soltarte. Acordate de la pelea con Chucho Hernández. Jugá, Horacio… Movete para los costados… SOLTATE…empieza el gran cambio. Las banderitas argentinas, que habían quedado quietas en lo altó, empiezan a moverse. Recordamos el pedido de Vaccari. O, mejor dicho, ahora lo podemos cumplir, en la seguridad de que puede ser útil:
-FALTAN VEINTE SEGUNDOS, HORACIO… – le gritamos cuando se acerca el fin de cada vuelta.
-Avísenle desde cualquier lugar, desde donde estén ubicados. Pero griten… -nos pidió Vaccari. La intención es clara: hacer trabajar a Takayama, un Takayama que pierde eficacia minuto a minuto, para pegar al final de cada round.
El japonés sangra por la nariz, y en el octavo recibe un golpe bajo, un derechazo que lo deja sin piernas. Un grito atraviesa el estadio:
-¡ACCAVALLO, ARRIBA…! ¡VIVA LA ARGENTINA!
Es una voz de mujer que desafió la duda nuestra. Que vino a inyectar fe a quienes todavía no lo veíamos ganador en la contabilidad de los apuntes. Un grito de mujer que llegó desde lo alto, que le hizo levantar la mirada a Accavallo, que nos juntó más, que nos templó mejor para la fase final del combate.
Ya Takayama había cumplido. Para Ulises Barrera, «nadie le pegó tanto como Accavallo». Y si puede haber un paralelo, habría que buscarlo en una de las peleas que hizo con Carlitos Rodríguez, pero con la casi convicción de que Takayama sacaría ventajas…
Ya empieza el juego. Ya Accavallo está suelto, como lo quería Aldrovandi, como lo queríamos todos. Ya es el campeón sudamericano, el vencedor de Burruni, el gran boxeador de la gran … Ya los dedos de Piernes no se apartan de mi brazo. Ya los asientos no hacen falta… Ya pensamos en el final, aunque estemos en el 12e round. En el mejor round de Accavallo. Total dominador, entrando y saliendo, haciendo pasar de largo a su rival. La platea japonesa aplaude.
Ya vemos un ligero movimiento en las tribunas altas. Ya vemos al pequeño grupo argentino en las proximidades del ring. Ya vemos a Ortega Moreno sobre la lona, olfateándole las piernas a los dos boxeadores, en su afán por llevar mejor la versión de este triunfo… SI: TRIUNFO. Que ahora descontamos.
En el 14º round, un cabezazo de Takayama le abre la ceja a Accavallo. No cambia la situación. Ya no cabe otra posibilidad que la argentina. Se van los tres minutos finales… Se fue la pelea.
Más tarde, el vestuario. Un vestuario cargado de flashes, de ojos oblicuos, de una euforia argentina con abrazos, con besos, con trajes salpicados por los rastros rojos de esa sangre caliente del nuevo campeón del mundo.
Ese vestuario… Ese vestuario… La acción se diluye. La escena vuelve a perderse de mayor a menor hasta convertirse en una nebulosa… Una nebulosa que recién se disipa en el Akasaka Prince, en la secuencia final del filme…
Es el gran día, Horacio. Esta cumbre que alcanzas a los 30 años reservaba en un cofre la gran sonrisa. «Hay mucho llanto debajo de todo esto», nos dijo Vaccari. Entonces, reíte, Horacio… Reíte sin parar. Porque nadie hizo tanto por llegar. Porque nadie peleó igual esta gran oportunidad. Reíte, Horacio… Vos, el auténtico, sos ese que está delante mío en la sala alfombrada del Akasaka. Sos ese que habla de «DE LA PATRIA…» Y artículo tan caro, Horacio, no tiene comprador en la galería de Villa Diamante.
Fuente: El Veco (1966) – Redacción El Gráfico – Fotos: El Gráfico