En la misma ciudad, pero un siglo atrás, el deporte al que hoy gobierna con amplitud consiguió el primer éxito del país en unos Juegos; anécdotas y consecuencias del logro.
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añana de domingo en París. La París de los locos años veintes y el inminentes charleston, de la reciente belle époque y de entreguerras. La París que bien valía una misa, y más en Notre Dame para un extranjero. Allí estaba “Jack” Nelson, tan culturalmente inglés como su apodo y su apellido lo sugerían, y tan argentino como su arraigo y su amor a la patria natal lo hacían sentirse. De familia británica, pero educado entre jesuitas de Reino Unido, Juan Diego Nelson sostenía tradiciones católicas. Y la misa en la catedral bien valía para él unas velas encendidas por un anhelo.
A un costado del altar, el hombre de 32 años cumplió el rito con un fuerte deseo deportivo: ganar un partido, unas horas después. La capital francesa ya vivía los séptimos Juegos Olímpicos modernos, segundos para ella, tras París 1900. Una reunión de 3089 deportistas (136, mujeres), con más de 2000 en el desfile inaugural, que tenían a disposición la primera Villa Olímpica de la historia, y que en muchos casos iban a reencontrarse en la ceremonia de clausura, también la primera de la historia. Fue entonces cuando se estrenó el lema latino “citius, altius, fortius” (”más lejos, más alto, más fuerte”), tan distintivo hoy del olimpismo. Eran Juegos como “local” para el barón Pierre de Coubertin, el fundador de los Juegos contemporáneos. París era, efectivamente, una fiesta.
Nelson tenía un compromiso pesado esa misma tarde. El equipo argentino de polo se enfrentaría con el de Estados Unidos, el más bravo de los cuatro oponentes del torneo olímpico, en Saint-Cloud, apenas en las afueras de la Ciudad Luz, cerca de Roland Garros y el Parque de los Príncipes. Ganar la medalla dorada era prácticamente imposible sin un triunfo contra los norteamericanos, que por entonces rivalizaban con los ingleses la supremacía mundial en el polo.
Es cierto que los argentinos se habían puesto en el mapa con una gira asombrosa dos años antes. En 1922 habían emprendido un viaje –en barco, como todos en aquella época– a Reino Unido y allí habían ganado entre clubes locales el Abierto Británico, sorprendiendo a los creadores –más bien, legisladores de una invención ajena– del polo en su propia tierra. Tan bien les había ido en las islas que habían recibido un llamado desde el otro lado del Atlántico para protagonizar el Abierto de Estados Unidos, que terminaría con otra resonante conquista celeste y blanca. Pero a “los gauchos de las pampas” todavía no se les hacía lugar en la discusión mayor: la Copa Westchester era como un campeonato mundial y solamente la disputaban los estadounidenses y su madre patria.
Tan importante era que unos y otros estaban preparándose para confrontar en octubre y no habían llevado a París todo lo mejor que tenían. Tampoco los argentinos, pero por otro motivo: sus dos jugadores más calificados, sus únicos de 10 de handicap, habían nacido en el extranjero. Y el inglés John Arthur Edward Traill y el canadiense Lewis Lawrence Lacey, orgullosos de ser convocados por Gran Bretaña (podían y solían representarla), pusieron una condición infranqueable: no enfrentarse con su querida Argentina. Finalmente, lógicamente, no fueron de la partida.
Pero el ritual de Nelson en Notre Dame afrontó un problema. Del otro lado de la catedral, estaba haciendo exactamente lo mismo… el capitán de Estados Unidos. El converso Thomas Hitchcock, un crack, 10 goles. “Esto dejó empatadas las posibilidades”, creyó Jack.
No pensaban lo mismo los franceses, que veían en los albicelestes a los mejores de todos. El diario L’Auto los dio por favoritos. Crónicas locales los elogiaban abundantemente. “Los argentinos sorprenden por su gran habilidad con el taco. Menos fuertes que los estadounidenses, practican con una sangre fría sorprendente y una decisión vivaz, una táctica muy suelta y variada. Cada uno da la impresión, por la velocidad que despliega, de hallarse plenamente seguro de la colocación de sus compañeros en el campo de juego”, los analizó una. Que halagó también a sus caballos: “Manejados con mucha dulzura, tenidos con una sola rienda, hacen maravillosos movimientos y piruetas increíbles, dando la impresión de que fueran animales que se mueven libremente. Los jugadores los manejan con la misma facilidad con que manejarían raquetas de tenis, y el público en ningún momento recibe la impresión de que estos animales estuvieran martirizados”.
Y también confiaba mucho la dirigencia argentina. El antecedente de la gira del ’22 fue tan poderoso, y el respaldo gubernamental al deporte, tan grande en ese tiempo, que los gastos del siempre oneroso polo fueron afrontados totalmente por el flamante Comité Olímpico Argentino. El organismo había sido creado el último día de 2023 y en París 2024 encaraba su primer compromiso grande, iniciaba su participación como organizador del deporte nacional de alto nivel. La entidad, encabezada por Ricardo Aldao destinó a la odisea del polo olímpico una fortuna: 250.000 pesos de entonces, aprobados por el presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, un aficionado al deporte y embajador en París hasta justo antes de asumir la primera magistratura, el 12 de octubre de 1922. A cada polista le fueron asignadas 15 libras esterlinas semanales por alojamiento y gastos personales y se le solventaba la estadía de hasta seis caballos en Europa. La preparación para los Juegos incluyó una visita a Inglaterra para competir.
Además de los argentinos, los estadounidenses y los británicos, serían protagonistas los españoles y los anfitriones (en orden decreciente de poderío). Faltaron los indios y los australianos, otros actores relevantes del polo, cuyas ausencias quitaron algo de brillo a la única competencia mundial que tenía entonces ese deporte. Favorito o no el conjunto sudamericano, en todo caso a los partidos había que jugarlos. Y ganarlos. Y Estados Unidos empezó con unos resultados bastante intimidantes: debutó con un 13-1 a Francia el sábado 28 de junio y siguió con un 15-2 a España dos días más tarde. Cuando era el turno del estreno de Argentina, en la tercera fecha, una lluvia demasiado copiosa propició suspender el encuentro del miércoles 2, frente a Francia. Y al día siguiente volvió a tocarles entrar en escena a los norteamericanos, que lejos estaban de tener problemas de energía: arrollaron con un 10-2 a los británicos, los terceros en discordia. ¿Estaría Argentina en ese nivel, realmente?
Pregunta como para que la contestaran en la cancha Arturo Jacinto Kenny, de 7 goles; Jack Nelson, de 8; el capitán del Ejército Argentino Enrique Padilla, de 7, y Juan Bautista Miles, de 7. Sin Traill y Lacey disponibles, el equipo tenía a tres (Nelson, Miles, Padilla) de los cuatro polistas de más alto nivel del país; el restante era David Miles, de 7, que había sido designado parte del plantel pero por un motivo personal finalmente no viajó a París. La argentina era una formación buena, muy buena para la época, de 25 tantos de valorización. Pero no alcanzaba el handicap de los vecinos de continente ni de los isleños, 28. Un desafío. Grande.
Pero el aprobado en el primer examen fue accesible, como para empezar bien. España no supuso una dificultad mayor; incluso lo fue más la cancha, porque ese viernes 4 fue lluvioso y desnaturalizó el terreno. Nada que impidiera una goleada argentina, incluso más amplia que la estadounidense a los propios ibéricos: 16 a 1. La máxima del torneo. Con Kenny y Padilla destacados bajo una precipitación torrencial.
Un día después chocaron dos países de histórica rivalidad, los británicos y los franceses. Como sus vecinos del otro lado del Canal de la Mancha, los locales estaban disminuidos, pero no por elección: habían perdido a sus mejores polistas en la reciente Primera Guerra Mundial. Sabían que nos les iría bien en su tierra. Pero aun así no debió de caerles nada bien el 15-3 que sufrieron en una cancha de Bagatelle, el lugar de Bois de Boulogne donde habían tenido lugar las primeras batallas olímpicas de polo, las de París 1900. De todos modos, lo más interesante, lo que todos esperaban desde ya antes del certamen, estaba programado para el día siguiente.
Argentina vs. Estados Unidos. Se presentía que de ese encuentro surgiría el campeón olímpico. De hecho, en caso de ganar los anglosajones, ya lo serían matemáticamente, e invictos. Hubo apuestas, y no solamente entre sudamericanos y norteamericanos. Pero hubo alguien importante que, sin hubiera jugado plata, la habría puesto en contra de su deseo. “El equipo argentino de polo es el mejor del torneo olímpico. Sus caballos son mejores que los nuestros, y aunque ninguno de los argentinos tiene el alcance de los tiros de Hitchcock, combinan más rápidamente y mejor que nosotros. Argentina es, a mi juicio, el país donde se practica el polo más perfecto, y considero que Miles es quizá el mejor jugador del mundo”, ponderó Elmer J. Boeseke, el primer delantero gringo, el que más iba a estar cara a cara con Miles en la cancha. “Si se apostara dinero, no titubearía en jugarlo en favor de los argentinos”, se animó a decir desde su 5 de handicap. Pues su capitán no pareció estar de acuerdo con él.
“Argentina ha enviado a los Juegos Olímpicos un buen equipo, pero éste es inferior al que actuó hace dos años en Gran Bretaña y Estados Unidos. El de aquella época era uno de los equipos más perfectos que se han presentado en el mundo”, calibró Hitchcock, aquél que había encendido una vela en Notre Dame al mismo tiempo que Nelson, desde enfrente. El mejor de su equipo advirtió, sin embargo, que la Copa Westchester (vs. Gran Bretaña) “interesa mucho más a Estados Unidos que los Juegos Olímpicos”. Pero aclaró: “Sin que esto quiera decir que no codiciemos el glorioso título del campeonato olímpico”.
Sin embargo, así como hasta el gobierno argentino se involucró en la suerte del conjunto olímpico de polo, Estados Unidos dio la espalda al suyo. Ya no el gobierno nacional: la propia asociación de su deporte. “El polo debe ser dirigido por polistas y no por federaciones deportivas”, pensaba la entidad, y entonces los norteamericanos concurrieron a París por un esfuerzo privado, de Rodman Wanamaker, que era el back del cuarteto. Boeseke, con 5 tantos; Hitchcock, con 10; Fred Rod, con 6, y Wanamaker, con 7, sumaban aquellos 28. Unos días antes los argentinos, que practicaban en Bagatelle, habían rechazado una invitación de los norteamericanos a hacer un partido de ensayo; sí aceptaron mezclarse entre los dos equipos de entrenamiento, y así se dio. Había buen vínculo, pero al menos los sudamericanos sentían que sus contrincantes estaban esperándolos “con el cuchillo bajo el poncho” el día del partido bueno, el que todos querían mirar.
Tal vez el pronóstico más confiable fuera del marqués de Villabrágima, uno de los españoles que se habían enfrentado con los dos conjuntos americanos. “Los argentinos son los polistas mejor montados del mundo. Ningún país ofrece las facilidades de la Argentina, en punto a una buena caballada. Habiendo jugado con una diferencia de tres días contra el equipo estadounidense y el argentino, para mí no existe ninguna duda sobre la superioridad de los argentinos. Quizá, apreciado en conjunto, el juego de los estadounidenses es más brillante y efectista, pero no cabe duda de que el argentino es más eficaz y seguro. Los estadounidenses atacan frecuentemente sin objeto; los argentinos, en cambio, atacan siempre con resultado”, estudió minucioso el europeo, goleado por unos y por otros pocos días antes. Preciso en el análisis, pero no imparcial: “Merecen, pues, la victoria olímpica, que los españoles les deseamos de todo corazón”, dijo el marqués sobre los argentinos, a pesar de que de los 45 caballos que había comprado en las pampas, con una gran erogación, apenas 11 le habían servido.
Y se esperaba, entonces, que cada seleccionado intentara imponer lo mejor de sí: los sudamericanos, sus petisos, de los cuales llevaron 35 a Francia, contra 28 de los rivales; los norteamericanos, la categoría de su líder, Hitchcock. Vale recordarlo: de ganar, Estados Unidos resultaría el campeón; en caso contrario, Argentina quedaría muy bien perfilada para serlo días más tarde.
Hubo calor, humedad. Y lluvia poco después del comienzo. Nada que asustara a los gauchos. Pero a los 30 segundos, Boeseke consiguió el primer tanto, con una corrida rapidísima. El chukker inicial terminó 1-1, pero dos períodos después Estados Unidos quedó 3-1 (penal de 60 yardas de Hitchcock y en el segundo y gol de Boeseke en el tercero). En un partido de pocas conversiones y con la cancha pesadísima, no era una ventaja menor. Pero las condiciones cambiaron bastante, en seguida.
Dejó de caer agua desde el cielo. Y apareció una lluvia de goles: la cuarta etapa fue un 3-2 para Argentina, que pasó a perder por 5-4. Y empató en el quinto: 5-5. Los arcos volvieron a cerrarse en el sexto, y con este tanteador se abrió el séptimo y último tiempo.
A esa altura, el encuentro había estado detenido durante 10 minutos, por una caída que dejó medio maltrecho a Hitchcock. Tampoco el otro capitán, Nelson, se fue invicto: un golpe lo afectó al punto de que debió recurrir a un masajista para poder participar en el siguiente compromiso, tres días luego, contra los británicos. Justo los dos piadosos que habían encendido velas en Notre Dame sufrieron averías en el partido que casi los obsesionaba. ¿Fueron desoídos? La lógica tiende a hacer creer que sí, que ambos, pero a uno de los dos, sí o sí, iba a cumplírsele el ruego.
Cinco a cinco al inicio de esa etapa final. Pocos goles para seis chukkers. Parecía que el primero que hubiera, del lado que fuera, sería decisivo. Y pasó casi todo otro período sin novedades en el tablero. Pero a menos de un minuto de la campanada final, quedó suelta una bocha cerca del medio de la cancha. La capturó el mejor polista de su cuarteto y la llevó al arco. Fue lo último: 6 a 5. Esa bocha, retenida por el autor del gol, fue llevada a su país y, según se dice, quedó exhibida en una vitrina. Una vitrina de la Asociación Argentina de Polo (AAP).
Fue Jack Nelson quien obtuvo ese gol decisivo. Como si su oración en la catedral hubiera tenido más fe que la de su adversario, el capitán terminó como héroe de la gesta colectiva que casi lo desvelaba. Según él, el gran Hitchcock reconoció que siempre recordaría esa “final” como a una de las más reñidas y duras de su carrera. Wanamaker fue en esa línea: “Es el mejor partido que he jugado en mi vida. El equipo argentino es el más completo que he conocido. Los cuatro jugadores argentinos forman un conjunto verdaderamente maravilloso”, ponderó el back estadounidense. Y los festejos saltaron desde Francia hasta el Río de la Plata.
AAP envió un telegrama de París a Buenos Aires, con una letra célebre: “Para vencer un peligro / o cruzar cualquiera abismo / más que el fierro y que la lanza / suele servir la confianza / que el hombre tiene en sí mismo”, escribió, parafraseando con alguna imprecisión (no había internet un siglo atrás) a El gaucho Martín Fierro. Su presidente, Miguel Alfredo Martínez de Hoz, iba a ser parte del plantel nacional, como número 1, pero no pudo acudir a la competencia. Tras semejante triunfo, se enorgulleció de la marca de tendencia que implicaba el juego del seleccionado: “Los argentinos han impuesto en Europa el polo ligero […] la práctica del juego largo […] Así, la creencia antigua de que el polo debía jugarse lentamente y mediante tiros cortos está desterrándose para beneficio del deporte, que con su vivacidad y ligereza adquiere mayor belleza”. A su vez, la colectividad argentina en la capital francesa –tiempos de grandes conexiones entre ambas naciones– se prendió a la alegría: don Miguel Anchorena ofrecería “un gran banquete” a los polistas. Y lo que pasaba en la capital argentina…
Era domingo de carreras, muy populares en aquellos años. Con pizarras en el hipódromo de Palermo, LA NACION iba informando chukker por chukker lo que sucedía en Saint-Cloud, en una suerte de liveblog de hace un siglo. Conseguido el empate en la segunda mitad, el polo eclipsó al turf como visitante. Y cuando quien hablaba por teléfono a París alcanzó a pronunciar “ganamos”, un griterío dominó la escena. Sobrevino un aplauso general. Hubo gente que se arremolinaba, gente que corría de un lado a otro, gente que buscaba gente con quien pudiera comentar la hazaña de los compatriotas.
Y varios kilómetros al sur, Boca Juniors vivía una jornada de fiesta, porque inauguraba su sexto estadio, con un amistoso con Nacional, de Uruguay. Las noticias llegaban al palco oficial y de tanto se las anunciaba en altavoz. Una vez consumado el triunfo del polo argentino, alguien fue informándolo por megáfono a las tribunas y la alegría general se manifestó en aplausos y aclamaciones, que llegaron a las autoridades nacionales invitadas. Entre ellas, ministros y… el presidente Alvear. Además, como los jinetes en Europa, Boca dio vuelta el resultado, y su 2-1 completó un domingo feliz para los hinchas que fueron a conocer el estadio que duraría 14 años, antes de dar paso, allí mismo, a La Bombonera. Faltaban unos meses para que Boca emprendiera su histórica gira por Europa, la que construyó su gran popularidad. No es alocado suponer que el polo, con la gira del ’22 y los éxitos de París ‘24, lo incentivó a probarse en el Viejo Continente…
Ante Estados Unidos, entonces, quedaba superada la prueba más difícil, pero el objetivo no estaba cumplido. Había dos encuentros por delante. Y los oficiales de caballería que había elegido Gran Bretaña como sus representantes, sin ser la formación ideal –reservada para pugnar por la Westchester–, sumaban 28 de valorización. Tres más que los argentinos. Pues pareció que era al revés: por 9 a 5 se impusieron los de celeste y blanco. Que sumaron la victoria al motivo de festejo nacional de esa jornada: era el 9 de julio, día del aniversario 108 de la independencia argentina. Entonces sí, ya el último compromiso de la agenda parecía un trámite: Francia, con sus bajas en la alineación, sus caballos de bajo nivel y sus goleadas ajenas a cuestas, incluida la más reciente, un 1-15 a manos del más flojo de los oponentes, España. Tan mal estaba el local, que había quienes proponían no jugar contra los argentinos. No presentarse, dejar sin efecto el enfrentamiento.
Prevaleció la postura de la organización de hacer honor al programa olímpico. Y hubo partido, o algo parecido: 15-2. El resultado cerró una campaña fastuosa, de cuatro triunfos, 46 goles propios (promedio de 11,5) y 13 ajenos (3,25). El sábado 12 de julio se convirtió, entonces, en el día de la primera medalla dorada olímpica de la historia nacional. De la mano del deporte por el que, pronto, se conocería a Argentina como monarca indiscutible y arrasador. Pero para esa graduación habría que esperar otros doce años…
“Mis calurosas felicitaciones por su brillante actuación. Han representado ustedes dignamente al deporte argentino”, congratuló el propio Alvear desde Buenos Aires a los “Cuatro Grandes del Sur”, según el apodo conjunto que se ganarían Kenny, Nelson, Padilla y Miles. En tanto, con la firma de Vivian Nickalls desde París, LA NACION publicó esta frase: “Su victoria ha hecho popular a la Argentina, pues todo el mundo habla de ese país”. Toda paradoja respecto a la actualidad es mera casualidad…
De eso, la actualidad, no está claro si realmente se conserva aquella bocha del gol de Nelson, la del gol decisivo a Estados Unidos. Pero sí hay otra reliquia, incluso más importante, bien tangible e intacta: la mismísima medalla de campeón que recibió uno de los cuatro argentinos, Juan Bautista Miles. Que, por cierto, de dorada tiene poco: se trata de una aleación de plata con 6% de oro. Mide 5,5 centímetros de diámetro, pesa 81 gramos y es una de las 304 que fueron elaboradas. En el anverso muestra a un atleta victorioso que tiene la mano a un adversario vencido y sentado en el piso para ayudarlo a levantarse, encima de los anillos olímpicos. En el reverso, con diseño de André Rivaud, exhibe un arma y varios elementos que simbolizan a diversos deportes, como una pelota de fútbol, un taco de polo, un remo, un esquí, un ancla y otros balones. Y en medio, la leyenda “VIII Olimpíada Paris 1924″.
El premio está en poder de Juan Eduardo Traill, nieto materno de Miles, que iba a ser número 2 pero a quien las bajas de su hermano David y de Martínez de Hoz lo llevaron al puesto de back. A Juan, que anda por los 61 años, no le falta pedigrí polero: su abuelo paterno era John Arthur Edward Traill, aquel inglés amante de Argentina que, como el canadiense Lacey, no fue olímpico en París solamente por no cruzarse con su país adoptivo. Traill y Juan Miles eran, entonces, consuegros. Y aquél enseñó a jugar a éste cuando todavía no los unía el parentesco.
Así como la gira del ‘22 había instalado a los argentinos en el mapa polístico mundial, la gloria de París ’24 –en adelante habrá que aclarar con el número completo de año, sin apóstrofo, porque habrá dos “París ‘24″– los convirtió en algo así como campeones mundiales. Con el asterisco, no menor, de Estados Unidos y Gran Bretaña no llevaron lo mejor de lo mejor que tenían a disposición, más allá del colosal Hitchcock. Pero eso quedarían zanjado con el abrumador 1936 de Berlín y Copa de las Américas. Tal vez el legado mayor de la gesta de hace un siglo no sea el éxito en sí, sino lo que generó. Lo que vino después gracias a eso.
Como lo indica Luisa Miguens en Pasión y gloria, un siglo de polo argentino, la conquista olímpica popularizó el polo en el territorio nacional. El deporte dejó de ser practicado solamente entre estancias y fueron fundados muchos clubes, como Coronel Suárez en 1929, Tortugas en 1930, Chapaleufú en 1932. Nacieron torneos importantes, como el Nacional y el abierto por la Copa Cámara de Diputados. Fueron construidas canchas. Se empezó a atender los campos de juego, con nivelación de suelos, riego sistemático, siembra de césped. Y eso reportó un juego más seguro y más dinámico. Ergo, también creció la cantidad de público. Se dio el primer partido femenino registrado, en 1927: Las Pingüinas (María E. Campos Menéndez, María Elena Sahores, María Sofía Braun Menéndez y Enriqueta Pradere Castex) vs. Estancia Josefina (María Rosa Cantilo Achával, María Florencia Agote, Josefina Braun Menéndez y Susana Pradere Castex). Y hasta proliferaron los viajes de jugadores argentinos al exterior. Todo positivo.
París 1924, los primeros Juegos Olímpicos de Argentina como delegación
A todo esto, un gran personaje que se marchó perdedor de París terminó teniendo un muy buen 1924. Tommy Hitchcock, el líder de los estadounidenses, tuvo desquite. Doble. En octubre, su seleccionado barrió con los ingleses: un 16-5 y un 14-5 le otorgó la codiciada Copa Westchester, a pesar del esfuerzo y la calidad del canadiense-argentino Lacey como back del conjunto británico. Lo otro para Hitchcock fue aun más grande.
Resulta que aquella derrota dolorosa a manos de Argentina en los Juegos Olímpicos había sido presenciada por 5000 espectadores y entre ellos estaba una desconocida para él, Peggy Mellon, oriunda de Pittsburgh. Estaba de luna de miel en París con el capitán Alexander Laughlin, con quien había acudido a mirar polo sin tener mucho interés previo en el deporte. Al tiempo pasó algo terrible: el militar murió como consecuencia de una extracción de un diente. Y más tarde, en 1928, sucedió algo feliz: como apunta el recordado historiador Horacio A. Laffaye en Polo en Argentina, una historia, la viuda de Laughlin pasó a ser la señora de Hitchcock.
Tal vez, en aquel rezo de vela encendida en Notre Dame Tommy no se haya expresado claramente. Tal vez quien lo escuchó haya sido san Antonio de Padua. O tal vez Jack Nelson haya creído que su rival había pedido una victoria deportiva y en realidad el norteamericano haya rogado por otra cosa. Más profunda. Más duradera que el éxito.
Fuente: Xavier Prieto Astigarraga LA NACION – Fotos: Archivo / AFP – Pasión y gloria, un siglo de polo argentino – Polo en Argentina, una historia – Gallica – Archivo – Archivo Diario La Nación – Archivo General de la Nación – Polo Today – LA NACION Deportes – Video: PoloLine@pololinetv – You Tube – LA NACION Deportes