El riocuartense, ganador de 80 torneos, repasa con LA NACION una carrera desde su época de caddie hasta codearse con los mejores del PGA Tour.
Es asombroso: a los 85 años recuerda perfectamente todo tipo de nombres, fechas, lugares e hitos a lo largo de sus cinco décadas de carrera. El calificativo de “leyenda” le cabe justo a Florentino Molina, un hombre que se educó en los fairways desde su humilde época de caddie, hasta llegar a jugar con los grandísimos golfistas de su era como Jack Nicklaus y Arnold Palmer. Un riocuartense que representa la más añeja generación viviente del golf argentino junto con Vicente “Chino” Fernández y que acumula una frondosa vitrina de 80 trofeos, entre títulos nacionales -incluidos cinco Abiertos de la República- y logros internacionales. En la charla con LA NACION, el hombre conocido por todo el ambiente como “Floro” repasa su vida deportiva, desde que fabricaba palos de golf con ramas de árboles, hasta su feliz matrimonio desde hace 18 años con “Adrita” Barrero, que cuida de él y rejuvenece su espíritu.
-Cuando usted mira para atrás, ¿qué es lo primero que recuerda de su trayectoria en el golf?
-Bueno, yo nací en el campo y hasta los 11 años viví en las afueras de Río Cuarto. Iba a la escuela rural Bernardino Rivadavia, a la que le decían “escuela de las quintas”. A esa edad, mis padres compraron un terreno cerca de la ciudad, justo pegado a la cancha del Río Cuarto Golf Club. Yo ni sabía que era eso. Me acerqué un día allí con un amigo, que se llamaba Aldo Aguirre, con quien andábamos siempre juntos. Fuimos a ver qué se podía hacer ahí y veíamos que había muchos chicos llevando bolsas de palos. Averiguamos si podíamos trabajar como ellos. “¿Querés ser caddie?”, nos preguntaron. Nos miramos pensando qué era eso y nos dijeron que la tarea era cargar las bolsas de la gente que juega al golf. “¿Y nos pagan?”, consultamos. “Sí, claro”, nos respondieron. Entonces nos aceptaron. Arranqué los sábados y domingos y después también llevé los días de semana.
-¿Y el colegio?
-También trabajé en otras cosas y tuve que cortarlo. La cuestión es que fui postergando los estudios y terminé el primario a los 16, en un colegio de la ciudad. Quise empezar el secundario, pero éramos seis hermanos y yo era el segundo. Necesitábamos trabajar, así que cuando nos mudamos a la ciudad desde el campo, donde teníamos vacas, gallinas y sembradíos, hubo que dedicarse a otra cosa, éramos una familia humilde. A eso de los 14 años trabajé en un hotel arreglando las camas y llevando las viandas de comida, pero ya a los 11 había trabajado en una carpintería como ayudante y a los 13 en una panadería.
-En medio de estas labores, ¿cómo aprendió a jugar al golf?
-Cuando cargábamos la bolsa, agarrábamos un palo y empezábamos a hacer swings. Imitábamos a los que mejor jugaban y los lunes era el día en que los caddies podíamos jugar; les pedíamos los palos a los socios. Y después, cuando venía del colegio, me ponía a practicar con un palo que fabricaba con varillas de los árboles. Juntaba ramas y las ponía a secar a la sombra unos cinco o seis meses para que no se abrieran. Después les sacaba la corteza y les pasaba aceite de lino cocido para que las varas fueran más flexibles y no se rompieran. Tenía unas cuántas porque se rompían seguido, así que las iba cambiando. Así que ése fue el único tipo de palo que tuve hasta que jugué como profesional. Era como un artesano de mis propios palos.
-Con el tiempo, Río Cuarto Golf Club mudó su cancha…
-Sí, en 1953 se trasladó adonde está actualmente, en Villa Golf, en el extremo oeste de Río Cuarto, y seguí yendo allí como caddie, pero solamente sábado y domingo. Y en 1956 se organizó en esa cancha un torneo de profesionales e hice de caddie; tenía 17 años y ya jugaba bastante bien. Veía a los profesionales y pensaba: “¡Pero yo a algunos de éstos les puedo ganar!” Ese campeonato lo ganó Antonio Cerdá, un gran jugador riocuartense. Al año siguiente empecé a jugar más seguido y le pregunté al capitán de cancha, Don Jorge Zorrilla, si podía jugar el próximo torneo, que se disputaba para la época de los carnavales del ‘57. Y me respondió: “Vamos a hacer una cosa: ahora se viene el torneo de primera de caddies. Si lo ganas con un score de 305 golpes o menos en los 72 hoyos, te dejamos jugar el siguiente certamen”. Empecé a practicar y a practicar, llegó el torneo y lo gané con 302, entonces me dejaron jugar el Campeonato Abierto de la ciudad de Río Cuarto.
-¿Cómo fue esa experiencia?
-En el Pro-Am figuraba como segundo suplente e imagine que no jugaría. Tenía que ir temprano a la mañana siguiente a la espera de que dos profesionales se bajaran del field. Estuve ahí desde las 7 de la mañana, falló un jugador de Córdoba y me quedé esperando… hasta que me llamaron a último momento por la baja de un jugador mendocino y formé parte de la última salida, a las 4 de la tarde. Me tocó jugar con dos señoras –una de ellas, la mujer del presidente del club- y yo estaba entre nervioso y preocupado. La otra mujer me dijo: “Ay, discúlpeme… yo nunca jugué con un profesional, es la primera vez…” Y le respondí: “¿En serio? Yo es la primera vez que juego”. Así que salimos y fue la mejor vuelta de mi vida, porque arranqué con cuatro birdies en los primeros cinco hoyos. En el hoyo 9 se empezó a acercar parte del público por el score que llevaba. Uno que me conocía avisó a viva voz: “¡Che, el Flaco viene bien, vengan todos a verlo!”. Así que ahí mismo erré un putt para birdie y después empecé a hacer bogeys en el trayecto de vuelta, con lo que me dejaron de seguir. En el hoyo 18 tiré un approach, la dejé a un metro y medio y emboqué. Terminé firmando 68, un score que nunca había hecho en mi vida. Me ganó por un golpe el campeón nacional de aquel año, Leopoldo Ruiz, no lo podía creer…
-¿Y qué pasó ya en el torneo por los puntos?
-Antes de jugar, el capitán me advirtió: “Flaco, no podés jugar con esas zapatillas”. Eran unas Pampero azules. Le contesté que no tenía zapatos con clavos y me terminaron consiguiendo unos 45, un talle menos que el mío. Cuando terminé la primera vuelta no podía caminar: entré al vestuario bamboleándome para todos lados. Y uno que era muy amigo mío, Humberto De la Barrera, me preguntó: “Flaco, ¿qué te pasa que caminás así?”. Le respondí: “Fijate porque me parece que estos zapatos tienen los clavos para adentro”. Se empezó a reír… La cuestión es que jugué la siguiente vuelta y no pasé el corte; era imposible con ese calzado. Igualmente, después llevé ese par a un zapatero y le pregunté: “¿Qué podemos hacer con estos zapatos, que son un número más chico que el mío?”. Y me contestó: “Mirá, te vendo esta prensa y ponele adentro algodón con alcohol. Con la prensa los vas apretando todos los días”. Así que estuve como un mes así… hasta que se estiraron y me quedaron bien para jugar en un certamen de Villa Allende, en Semana Santa.
-¿Quién lo ayudó con el equipamiento para arrancar en el profesionalismo?
-Cuando terminó aquel torneo en Río Cuarto, en el que no me clasifiqué, Antonio Cerdá, el campeón del certamen, me hizo quedar para la entrega de premios. De repente, en el acto, anunció: “Acá podemos tener a un gran campeón”… y yo no sabía de quién estaba hablando, pensé que se refería a algún toro ejemplar, no tenía ni idea. “Hemos decidido con unos dirigentes poner 500 pesos cada uno para comprarle palos a este jugador riocuartense: Florentino Molina. ¡Vení acá, Florentino!”, me pidió. Y yo no sabía qué hacer, así que subí al escenario como un pollito mojado. Cuando llegó el invierno me consiguieron unos Ben Hogan de Slazenger; muy lindos palos, unas maderas color guinda… hasta dormía con ellos. Los tuve hasta 1965, cuando los cambié. Pero no podía creer tener una bolsa de palos propia, después de estar jugando siempre con prestados. Eso fue el comienzo de todo.
-Y después llegaron los triunfos…
-En 1962 gané mi primer torneo con puntos para el ranking en La Cumbre, con récord de cancha. Volví a consagrarme ahí en Córdoba al año siguiente. En esa misma temporada terminé segundo en los tres torneos que se disputaron en Mar del Plata. Bueno, eso obviamente me dio la confianza como para seguir y triunfar en otros torneos, hasta que logré mi primer Abierto de la República en 1971, en Hindú Club. Me acuerdo que le gané a Vicente Fernández. Le llevaba un golpe antes del último hoyo; el Chino tiró un putt de unos 8 metros, no lo metió y yo gané con dos putts.
-¿Y qué sintió cuando ganó el primer Abierto?
-Traté de jugar los cuatro días como si fuera un torneo común, pero al otro día de la victoria terminé cayendo que había ganado, al constatar los nombres de los jugadores que habían participado. “Bueno, ojalá lo pueda ganar otra vez”, pensé, y tuve la suerte de llevármelo en otras cuatro ocasiones.
-¿Ahí usted sintió que podía convertirse en uno de los jugadores dominantes a nivel local, más allá de los grandes golfistas que había?
-Sí, porque me di cuenta que estaba muy cerca del nivel de ellos. En 1967 ya había ganado en Lima mi primer título internacional, justo el mismo año en que Roberto De Vicenzo se consagró en el Open Británico. Después, en enero de 1970 gané el Abierto de Maracaibo, donde jugaban 56 norteamericanos y adonde ningún latino había triunfado. Y ese mismo año me consagré en el Campeonato Argentino de profesionales en Lomas; superé a Fidel De Luca y a Roberto por un golpe. Ahí sucedió algo gracioso, porque ellos habían terminado, mientras que yo tenía que hacer 4 golpes en el hoyo 18 para empatar el torneo, 3 para ganarlo y 5 para perderlo. Así que tiré por arriba, cerca de unos árboles, y la dejé a la derecha a unos 8 metros de la bandera. Sabía que con dos putts empataba. Había una caída de unos 70 centímetros hacia la izquierda; tiré el putt y la metí… con lo que les gané por un golpe a los dos. Y un profesional que era muy simpático me comentó: “Los dejaste a De Luca y a De Vicenzo haciendo swings…”, porque ellos ya estaban preparándose en el tee del 1 para arrancar el desempate.
-Y después vinieron más victorias.
-Sí, pero siempre pegué muy torcido con el driver. De los profesionales que ganaron torneos, debo haber sido el peor jugador de driver. Me iba para cualquier lado, a la izquierda o a la derecha, con el precio de irme varias veces fuera de límites. De hecho, en el Abierto de Francia de 1970, en Chantaco, arranqué con dos primeras vueltas buenas. En la última jornada se disputaron 36 hoyos seguidos: así que salí por la mañana y firmé 63, récord de cancha. Cuando terminé los 54 hoyos me comunicaron que estaba primero por dos golpes. Llegué finalmente al hoyo 18 de la última vuelta y tenía un fuera de límites por la derecha, pero muy lejos. Me paré, hice un slice increíble y tropecé firmando 6 en ese último hoyo, aunque aun así pensé que ganaba el torneo. Pero resulta que de atrás venía David Graham, que hizo cuatro birdies en los últimos cinco hoyos y me terminó ganando por uno. Terrible…
-Después de su primera victoria en el Abierto de la República, en 1971, usted vuelve a ganar en 1973, en Hurlingham, y luego se lleva tres seguidos entre 1975 y 1977, hasta completar cinco. ¿Cómo fue aquella última trilogía de Abiertos ganados?
-En el que se jugó en Lomas en 1975 no había empezado bien, pero en la segunda vuelta firmé una tarjeta de 63 que me acercó a los punteros. El domingo estaba a un golpe de Juan Carlos Molina al hoyo 17, mientras que Roberto De Vicenzo venía igual que yo; estaba delante de mí y terminó par-par. Molina cayó en el búnker en el hoyo 17. Yo tiré y la dejé a tres metros; él hizo cuatro golpes y yo dos, con lo que cambió todo: quedé puntero. Luego salvé el par en el último hoyo y les gané a Juan Carlos y a De Vicenzo por uno. Después, en 1976 se jugó en el Jockey Club. Firmé tarjetas de 68-68-68 e iba primero por unos cuantos golpes. El último día se vino un huracán tremendo y en los últimos hoyos se caían las pizarras, se volaba todo. Terminé con 70 y me impuse por cuatro o cinco golpes.
-¿Y el quinto y último Abierto que ganó?
-Aquel de 1977 se disputó en el Olivos Golf Club. Ese mismo mes se había jugado allí el Torneo de Maestros y lo había ganado yo. Ya en el Abierto venía todo muy peleado, muy peleado, y la última vuelta la jugué con Roberto. Hasta el hoyo 9 estábamos iguales; después, en un par 3 salió primero él y cayó en el bunker; la sacó mal y terminó haciendo 4, mientras que yo la dejé a tres metros con un hierro 4 y ¡tac!, la metí. Le saqué dos. A partir de ahí, él jugó mal los últimos hoyos y pude ganar el Abierto, mi tercero consecutivo.
-Ya se había ganado un respeto grande.
-Sí, estaba jugando bien y me tenía mucha confianza, sobre todo en el approach y putt. Todos consideraban que yo sacaba diferencias en las últimas 150 yardas hasta el green. Y sobre todo cuando había mucho viento, como teníamos en Río Cuarto. Elcido Nari siempre me decía: “Hoy hay viento, ganás vos”.
-¿Cómo manejaba los momentos de presión?
-En los primeros torneos me costaba y me ponía un poco nervioso. Me preguntaba: “¿Cómo puedo hacer?”. Sobre todo con De Vicenzo, que era como correr contra Fangio. Y se me ocurrió algo… En Río Cuarto jugaba con un amigo caddie, Antonio Bachi, que después se perdió y quedó en la nada, pobre. Pero jugábamos por el sándwich y la Coca y me ganaba casi siempre. Ya en el profesionalismo, me propuse que cada vez que tuviera un putt ante De Vicenzo, que era un superjugador, iba a imaginarme: “Voy a embocarla para ganarle a Bachi”. Fue una forma de sacarme de la cabeza a De Vicenzo y anularlo mentalmente. Para mí no era el Maestro en ese momento, era otro. Y eso me resultó, porque la primera vez que le estreché la mano era tanto el respeto que le tenía que no sabía si darle la derecha o la izquierda…
-¿Cómo era Roberto dentro y fuera de la cancha?
-Era un verdadero maestro. Nunca te iba a regalar nada, nunca te iba a dejar ganar. Y eso le da más valor a haberlo superado, porque él trataba de ganarte siempre. Era muy, muy pícaro y simpático, muy simpático… Mirá: estábamos practicando en Francia, habrá sido en 1971 o 1972, y se empezó a reír. Le digo: “¿Qué le pasa, Roberto?”. Y seguía riéndose. Enseguida me contó que en el año 64 había jugado un desempate en el Abierto de Francia contra un jugador sudafricano. En el primer hoyo extra tiran la moneda y le toca salir primero a este novato. A la izquierda y a la derecha de ese primer hoyo de desempate había árboles, era muy complicado. El sudafricano agarra un hierro y rápidamente Roberto le pide a su caddie: “¡Dame el driver, dame el driver!”. Y empezó a hacer swings y a mostrarle el palo, mientras el otro estaba a punto de pegar. El inexperto miró a De Vicenzo y temió que él podía llegar directo al green, con lo que al final también le pidió el drive a su caddie, pero pegó con slice y se fue directo a los árboles. “Entonces yo agarré un hierrito 4, tranquilo al medio del green, le di la mano y le gané el torneo”, me contó sonriente De Vicenzo. Además era muy simpático con el público y hablaba con la gente. Durante el juego decía: “Hola, señora, ¿cómo está su marido Jorge?”. Sabía el nombre de todos, por eso lo querían tanto.
-¿Y a usted le hizo alguna picardía?
-Me hizo una en Palermo a principios de los ‘70. Vamos al hoyo 10 y sale él primero. De repente le dice a su caddie en voz alta: “¡Angeleri!, no llego con este palo. Dame el hierro 4, ¡mirá el viento en contra que hay!”. Entonces hizo un swing despacito y la puso en el green. Como yo tenía las yardas marcadas, unas 155, agarré el hierro 7 y la dejé al medio del green igual que él. Si hubiera elegido el hierro 4, me recontrapasaba. Roberto hizo como una trampa legal, porque… ¿qué le podía decir al tipo? Nada. Solo era una picardía. A pesar de que Angel Cabrera ganó dos majors, para mí Roberto fue el golfista argentino más grande. Y después está el Chino Fernández, que fue uno de los que más torneos ganó en Argentina.
-¿Y del Pato Cabrera qué piensa?
-Ha sido un gran jugador, sobre todo muy inspirado, muy parecido al juego de Severiano Ballesteros, cuyo juego era muy artesanal. La técnica no era súper, pero al Pato le resultaba. Era la inventiva que tenía en la cancha; creaba tiros que no figuran en los libros, pero él sí lo hacía muy bien. Además, fue un jugador con un coraje bárbaro para jugar. Y lo que le pasó con su tema de la cárcel es una cosa aparte, ¿no? No llegó a ganar tantos torneos, pero se llevó los más importantes. Es como pasó con Gastón Gaudio en Roland Garros.
-Le cito a otro cordobés como usted: ¿Eduardo Romero?
-Tenía una técnica impresionante. Jugaba muy, muy bien. Aunque una vez, Ballesteros le dijo: “Vos podrías ser N°1, pero tenés miedo de serlo”. Con eso le dijo todo. Y yo coincido con Seve, porque el golf no es solamente juego bonito. Yo le decía a mi sobrino, Mauricio Molina, que el golf está de los hombros para arriba: si vos pensás que tenés miedo de jugar, no podés ganar. El Gato pudo haber ganado el Open Británico o el US Open, pero tenía ese tema.
-¿Quién fue a su criterio el mejor jugador de la historia?
-Jack Nicklaus y Tiger Woods están parejos, lo que pasa es que en la época de Jack jugábamos con otros palos, con otras pelotas. No había peso perimetral en las maderas. Yo jugaba con una madera que era como una maza, tenía un solo centro. Ahora los palos son muy buenos porque han mejorado para la gente, que se largó a jugar. Hoy cualquiera le pega a la pelota unas 300 yardas. En mi época nadie pegaba esa distancia. Estoy seguro de que con los palos de ahora, De Vicenzo pegaría 400 yardas. La tecnología le ayudó mucho al golf; logró que mucha gente empezara a animarse en una cancha, porque muchos no podían ni levantar la pelota.
-O sea que claramente era más difícil jugar en su época.
-No sé si más difícil, pero no estaban esos elementos. Sí creo que Nicklaus hubiese sido igualmente bueno en esta época.
-¿Le tocó jugar con Nicklaus?
-No mano a mano. Pero sí jugué frente a él y Arnold Palmer en la Copa del Mundo de 1967, disputada en México. Yo jugaba en pareja con Fidel De Luca y coincidimos con ellos en la cuarta vuelta, porque a esa altura Estados Unidos estaba primero y nosotros segundos. Fue increíble, le llevé la tarjeta a Palmer, justo en la única Copa del Mundo en la que él ganó el individual.
-¿Qué sintió al jugar con esos dos monstruos?
-Y… mucha presión. Al final terminamos cuartos o quintos, porque nos pasaron varios países desde atrás. Pero el trato durante el juego con ellos fue muy, muy bueno. Los dos estaban muy concentrados y entre ellos hablaban poco. Muy cordiales y nada agrandados. Después, cuando Nicklaus vino a Argentina para dar una clínica en Olivos Golf Club con De Vicenzo, Gary Player y Billy Casper, yo estaba al fondo observándolos entre la muchedumbre del tee del 9. De repente me mira y me grita: ¡Florentino! Y se vino entre toda la gente a saludarme. Ahí pensé: “¡Qué memoria!, ¡si jugué una sola vez con él!”. Además, lógicamente yo no era un jugador notable como él. Y en otra ocasión fui invitado a su torneo, el Memorial, que se juega en Dublin, Ohio, en donde organizó una cena con todos los extranjeros en su casa. Ahí estaban Chi Chi Rodríguez, que era macanudísimo, y Gary Player, bastante hosco en la cancha. Al otro día, Jack me llama para hacer una exhibición de wedge, porque sabía que yo le pegaba bien con ese palo. Y ya en la clínica me pide: “Pegá tres cuartos”. Tiro y lo hago. “No, pegá tres cuartos”, me insiste. Yo lo vuelvo hacer, y él comenta: “Bueno, parece que en Argentina pegan muy largo el tres cuartos”. Después me enteré que para los norteamericanos, nuestro ‘tres cuartos’ es un cuarto.
-Usted jugó en el PGA Tour entre 1975 y 1980. ¿Cómo llegó al mejor circuito del mundo?
-En 1964 fui a jugar con Leopoldo Ruiz un torneo en Detroit, donde se hacía una clasificación de Sudamérica para el PGA Tour. Ahí no pude obtener el pasaje, pero me acuerdo que seguí a Ben Hogan en los hoyo 17 y 18 de la segunda vuelta y justo hizo birdie-birdie. Fue la única vez que lo vi jugar. Lo cierto es que Chi Chi Rodríguez y algunos otros se me acercaron y me preguntaron: “¿Cómo puede ser que no juegues en Estados Unidos? Porque vos jugás muy bien el approach y putt y en este circuito se necesita eso”. Con el tiempo lo entendí: el que no rinde bien en esa faceta del juego, no gana. Entonces ese mismo año, en 1964, me prometí: “Voy a empezar a juntar plata para jugar en Estados Unidos”. Acá en Argentina ganaba dos pesos y estuve diez años tratando de juntar. Hasta que en 1974 pude ir a jugar de nuevo la clasificación, que era larguísima, se jugaron tres certámenes de 72 hoyos cada uno y me clasifiqué entre los mejores 18. Tardé muchos años en llegar y tampoco tenía sponsors, pero se dio.
-Se necesitaba mucha plata, ¿no?
-En Argentina y en Sudamérica ganaba algunos torneos, así que con ese dinero más o menos me arreglaba. En esa época, cada major entregaba premios totales por 200.000 dólares. En los demás torneos había bolsas por 150 mil, 120 mil y 100 mil dólares para repartir entre 60 jugadores. Un campeón ganaba en promedio 20.000 dólares y ahora un ganador embolsa dos o tres millones de dólares. Comparando la plata que se repartía entonces y ahora, Roberto me decía: “Molina: nosotros nacimos demasiado temprano. ¡Mirá la guita que hay ahora!”. Así que permanecí en el PGA Tour durante cinco años, pero lejos; un año terminé 108°, una cosa así. Durante cada enero y febrero jugaba en Argentina, sobre todo en Mar del Plata, y muy seguido ganaba, con eso me mantenía económicamente. Después, iba a Miami para el primer torneo en Estados Unidos, pero cada lunes había que clasificarse para jugar, algo que después se cambió. Pero era difícil… Solo en 1977 residí allá en Estados Unidos durante cinco meses porque no quería perder la tarjeta y jugué muy bien; así conservé la membresía para el año siguiente.
-En los majors que jugó, ¿aspiraba a ganar o sentía que se hacía demasiado cuesta arriba?
–Sentía que era difícil. Si tenía la oportunidad, la iba a aprovechar. Como hablábamos, estuve a punto de ganar aquel Abierto de Francia, donde jugó la mayoría que participó luego en el Open Británico. Pero me faltaba, me faltaba…. No tenía la consistencia de otros, porque sufría aquel problema de la salida. Con el tiempo me di cuenta que le pegaba muy fuerte con el driver, por eso se me desviaba. Salía mucho con la madera tres y no tenía problemas, iba al medio, pero daba mucha ventaja porque solo llegaba a las 240 yardas. En cambio, con el driver pegaba unas 270 yardas. Sobre el final de mi carrera lo dominé mejor y empecé a pegarle bastante derecho.
-Usted ganó fama y popularidad por lo que ocurrió en un torneo en Portugal en 1971, ¿lo puede recordar?
-Con el Chino Fernández jugamos aquel Abierto de Portugal en Estoril. En la primera vuelta salí por la tarde e hice 73, y al otro día jugaba cerca de las 9.30. Así que esa mañana me fui con el caddie a ensayar antes del arranque. Íbamos caminando hacia la zona de práctica y sorpresivamente me dice: “¿Se acuerda ayer en el hoyo 14, cuando usted tiró la pelota a los árboles por la derecha? No la encontré”. “¿Cómo que no la encontraste?”, le contesté. “Sí, saqué otra bola con el mismo número y la puse”. “¡Pero estoy descalificado!”, le respondí. “No pasa nada, ¡Si nadie lo sabe!”, me replicó. “¡Pero lo sé yo!”, cerré. Así que fuimos a hablar en el club, y él me rogaba: “¡Nooo, que me van a echar!”.
-¿Qué pasó al declarar?
-Nos recibió el presidente de la entidad, Tito Lago, y después de esa charla se reunió la comisión y decidieron que podía seguir jugando en el torneo. “No, no voy a jugar, estoy descalificado”, me planté. Y Lago me respondió: “Bueno, lo único que te voy a pedir es que te quedes hasta el domingo”. Un allegado me comentó que por ese gesto de haberme descalificado, Don Juan de Borbón quería conocerme y yo no tenía idea quién era. Así que terminé tomando el té con él, que era el Conde de Barcelona, el padre de quien después sería el Rey Juan Carlos de España. Me elogió por haberme bajado del torneo y le respondí: “Era lo que correspondía, porque para mí el reglamento del golf es como la Constitución, se escribió para respetarlo. No tengo ningún mérito, solo cumplí el reglamento”. Al final, en la entrega de premios, la organización del torneo me condecoró con una cigarrera de Plata por “deportividad” que todavía conservo.
-Obviamente que el golf atravesó toda su vida, ¿pero qué es para usted?
– Sin el golf yo no hubiese sido Florentino Molina. Es un deporte que me dio todo, pero creo que yo no le di ni la mitad. Me hubiese gustado ayudar más dentro del golf. Fui presidente de la Asociación de Profesionales y creamos junto con Elcido Nari y Horacio Carbonetti la JPGA, que era exclusivamente para el juego de golf, y me hubiese gustado colaborar más con los profesionales, pero no estaba del todo a mi alcance. Salieron muchísimos jugadores a partir de la JPGA. Nunca me metí en política, salvo con la creación de esta Asociación, y después me dediqué mucho a jugar. Eso provocó que me casara tarde; tengo dos hijos de mi primer matrimonio y son muy jóvenes: Belén, de 35, y Florentino de 34. Hace 18 años me casé con “Adrita” y estamos siempre juntos, ella me ayuda en todo. Es mi sostén, tenemos cuatro perros y cuatro gatos y es una entusiasta del golf; juega todos los fines de semana. Yo solo juego cuando vamos a Miramar; sucede que últimamente no veo bien y me cuesta pegarle a la pelota. Pero todavía sigo dando clases, conservo algunos alumnos en el Driving Norte.
-¿Cómo es que está tan impecable a sus 85 años? Es admirable su memoria para recordar todo…
-Una aclaración con mi edad: nací el 10 de abril, pero en el registro quedé anotado el 30 de diciembre del 38; así figura en mi documento de identidad. La verdad es que todo lo que tengo es antiguo, menos mi mujer. Ella es la que me mantiene y me cuida. Es la que me maneja y lo hace bastante bien, porque todavía no me chocó, jaja. A mí me hubiese gustado ser escritor. Tengo muchas cosas escritas para hacer un libro, solo que me falta quién me lo edite. Nunca llevé un diario personal, aunque me acuerdo de todo: de la maestra de primer grado, del nombre de la panadería en la que trabajaba de pibe… De todo.
Fuente: Gastón Saiz – LA NACION – Fotos: Anibal Greco – LA NACION Deportes