En su cuerpo hubo más fútbol del que cualquiera hubiera podido soñar y más personajes de los que casi nadie podría soportar. Cuando se habla de vidas intensas, pocas como las de Diego Maradona. Lo cotidiano en su existencia fue la hipérbole, dentro y fuera de la cancha. Una historia fascinante, volcánica, agotadora hasta el último instante. La discreción no marcó ni uno de sus pasos. El pueblo futbolero argentino se acongoja y estremece como nunca lo hizo por otro futbolista. Ahí está la dimensión y el significado de lo que fue Maradona.
El culto a una personalidad es una religión declinante en la posmodernidad. Maradona es una de esas excepciones, el depositario del fervor y una pasión de connotaciones místicas.
Su muerte detiene un torbellino alucinante de hechos, de una existencia que se irradió hasta los confines del planeta. Ser Diego Armando Maradona fue algo único, incomparable, inimitable, intransferible. Endiosado y defenestrado. Virtuoso y enviciado. Entrañable y pendenciero. Pasajero ineludible de una época, referencia de las mayores glorias deportivas y símbolo de algunos fracasos personales.
A Maradona se lo llora desde lo más profundo de los sentimientos y se lo compadece desde la comprensión racional. Tan capaz de emocionar como de provocar enojos, porque la exposición pública fue su manera de relacionarse. Sin decirlo explícitamente, invitaba a que lo sintieran, no a que lo pensaran. Atrapar a Maradona en un concepto, en una definición, es una misión más difícil que la del defensor que debía quitarle la pelota. Genuino representante de una gran parte de la argentinidad, con todo lo que eso implica de habilidades y deméritos, de contradicciones y ambigüedades.
«Cuando era chico, de una patada en el culo me subieron a la cima de una montaña y nadie me dijo cómo sobrevivir ahí», contó en una oportunidad, a modo de descargo por sus dificultades para controlar los efectos de la notoriedad, para encontrar el interruptor de una montaña rusa en continuado. Él tampoco nunca asumió un firme compromiso para evadirse de ese vértigo, una adrenalina que muchas veces fue tóxica y autodestructiva.
El hechizo que transmitió desde las canchas fue inmediato, desde que debutó con menos de 16 años en la primera de Argentinos. Un poco antes había sido descubierto por Francisco Cornejo, deslumbraba en los Cebollitas -una categoría infantil- y era el deleite de los hinchas en los entretiempos de los partidos de primera, cuando como alcanza-pelotas se ponía hacer malabarismo con una pelota que obedecía cada toque de las distintas partes de su cuerpo. Ahí había alguien especial, un encantador de multitudes. Quintaesencia del potrero.
Diego fue el quinto de ocho hermanos, el primero varón; luego nacieron Raúl (Lalo) y Hugo (Turco), ambos también futbolistas. Hijo de Dalma Salvadora Franco (Doña Tota) y Don Diego (Chitoro, para los más íntimos). Vino al mundo un 30 de octubre de 1960, en el hospital Evita de Lanús, y pasó su infancia en una humilde vivienda de Villa Fiorito. «Todos soñábamos lo mismo porque dormíamos varios hermanos en la misma pieza», recordó alguna vez, con esa picaresca barrial que nunca lo abandonó. Era el «Pelusa», una cabeza coronada de rulos rebeldes, indomables, un aviso de lo que sería su carácter.
Además de su arte futbolístico, en sus genes tuvo el don de conectar con el público. Diego fue muy carismático, seductor. Siempre ejerció un magnetismo especial, del que casi nadie se sustraía. La mayoría para adorarlo, otros para condenarlo por algunas de sus conductas. Su temperamento era el de alguien que se sentía encantado de ser Diego Maradona y lo transmitía en muchas de las horas que pasaba en vivo y en directo para una audiencia global.
De sus colegas futbolistas se ganó el respeto y la admiración eternas, fueran compañeros o rivales. Los hinchas le hacían llegar algo muy parecido a la veneración. Podía ser en una cancha, en algún lugar público o en las largas vigilias en las puertas de los sanatorios a los que ingresaba por sus periódicos quebrantos de salud. Adonde fuera, Diego arrastraba una legión detrás de sí. Para él, una nueva normalidad hubiese sido caminar por la calle como uno más, libre del asedio popular. Nunca lo consiguió, quizá porque inconscientemente se sentía a pleno movilizando a las masas.
Maradona ejerció de futbolista de elite, de crack indubitable, en los años previos a la irrupción de Internet, a la revolución tecnológica. No es un momento cualquiera de la historia. Fue el último período en el que el fútbol estuvo conectado con sus orígenes más primitivos para pasar a convertirse en una industria mercantilizada al extremo, en la que todo es susceptible de tener un precio o un interés económico.
Fue el mejor del mundo en una época en la que Michel Platini coleccionaba Balones de Oro que no podían a manos de Maradona porque la reglamentación excluía a los futbolistas que no habían nacido en Europa. Ruud Gullit, Marco Van Basten y Zico fueron otros príncipes de su reinado. Debió lidiar con arbitrajes que eran permisivos y tolerantes que ahora con el juego brusco y los foules arteros. Una de las escenas más escalofriantes es cuando Andoni Goikoetxea le rompe un tobillo y no es expulsado.
En este tramo del siglo XXI hubiera sido inimaginable y poco menos que imposible que Maradona jugara durante cuatro años en la primera de Argentinos, donde fue goleador de cinco torneos (tres Metropolitanos y dos Nacionales). Los cazatalentos, los scouters que peinan hasta las categorías de niños imberbes, lo hubieran abordado con proyectos que le cambiarían la vida a él y la familia completa.
El mito Maradona es inescindible del Mundial ’86. Su leyenda se agiganta a medida que pasan los años y el seleccionado vuelve con una frustración a cuestas. Cada vez gambetea a más ingleses y el gol con la mano tiene la dulce melodía del que le saca la mejor nota musical a un instrumento. La trayectoria futbolística de Maradona no se puede explicar sin caer en la hagiografía.
Su apellido transmutó en un neologismo que es sinónimo de excelencia futbolística. Cuando se habla de una jugada o un gol «Maradoneano», la calidad y las destrezas técnicas están implícitas.
Esa sombra tan larga todavía se proyecta sobre Lionel Messi, que siendo igual de crack que Maradona es tan distinto. La primera diferencia que muchos argentinos le enrostran a Messi es la de no ser capaz de sacar campeón mundial a la Argentina. A partir de ahí, varios de los rasgos de la personalidad de Messi son percibidos como una carencia en contraste con los de Maradona. Los que se solazaban con la verborragia de Diego, se impacientan con el hermetismo y la inexpresividad de Leo. Maradona siempre sacó rentas de su declamado patriotismo, mientras que a Messi no dejan de someterlo al test de una argentinidad a la que no renuncia ni habiendo pasado casi las dos terceras partes de su vida en Barcelona.
Si en su paso por Barcelona la ciudad le resultó ajena en muchos sentidos, especialmente por la circunspección catalana, en Nápoles encontró su otro lugar en el mundo desde que cruzó el Atlántico. Maradona lo contó en su única autobiografía autorizada, «México ’86, mi mundial, mi verdad, así ganamos la copa»: «Muchas cosas de Nápoles me hacían acordar a mis orígenes y también a La Boca. Era fácil sentirme como en mi casa, aunque fuera una ciudad de locos».
Sus siete años (1994/91) en Napoli, entre los cuales transcurrió el Mundial de México ’86, fueron el sustento para convertirse en el mejor futbolista del mundo, en el heredero de Pelé y en el antecesor de Messi. Una mesa a la que antes se habían sentado Alfredo Di Stéfano y Johan Cruyff. En Napoli se terminó de pulir el diamante que resplandeció en México: «Jugar en Napoli fue la mejor preparación posible para encarar el Mundial. La mejor. Primero, porque me hicieron sentir importante, necesario, algo que ya no pasaba en Barcelona. Segundo, porque me obligaba a estar físicamente mil puntos para superar las marcas rivales. Y tercero, por eso de jugar contra todo y todos. Nadie creía en nosotros, como en la selección».
Maradona transportó a Napoli a una gloria desconocida. En la temporada anterior a su llegada se había salvado por un punto del descenso. Con su liderazgo futbolístico logró dos scudettos y una Copa UEFA. El proletariado del sur de Italia se levantaba orgulloso contra el norte industrial y poderoso. Maradona-Napoli era la metáfora perfecta de la reivindicación de los postergados.
A la par de sus proezas con una pelota, Diego cedía a las tentaciones de una vida disipada, la fama lo enceguecía. Droga, fiestas pantagruélicas con la camorra, un hijo extramatrimonial (Diego Sinagra, hasta que muchos años después reconoció su paternidad). El héroe de las canchas se contaminaba afuera. Merodeaba por igual los podios deportivos y los banquillos de los tribunales. El ensueño napolitano terminó con el doping por cocaína y los 15 meses de suspensión en 1991.
Poco dado a un revisionismo crítico de su carrera, ya retirado admitió que su obra pudo ser más grande de no haber caído en la trampa de la droga. Su adicción se desencadenó en su ingreso al fútbol europeo, en Barcelona. Un trastorno que, además de costarle una sanción por doping en dos ocasiones, desestabilizó su vida familiar y social. Sus internaciones para desintoxicarse de desórdenes que incluían lo alimenticio prometían la reinvención de un nuevo Maradona. Así se preparó para su cuarto y último Mundial, en los Estados Unidos 1994, de donde salió con una frase que quedó grabada como un epitafio: «Me cortaron las piernas».
La negligencia había sido de su preparador físico personal, que le suministró un suplemento de vitaminas contaminado. A medida que su zurda se fue apagando, levantó su tono contestatario y acusador. Rebelde, se sintió el abanderado de los desposeídos. Subió al ring a los pesos pesados de la política futbolística: Joao Havelange, Julio Grondona, Joseph Blatter. Disparó con munición gruesa, se atribuyó la representación de la nobleza del juego, opuesta a las maquinaciones de los burócratas de la pelota. La síntesis de este pensamiento la pronunció el día de su partido de despedida en la Bombonera, con una frase que pasó a encabezar su repertorio: «El fútbol es el deporte más lindo del mundo. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha».
Ridiculizó a la FIFA como una corporación de «dirigentes que nunca patearon una pelota». Se reconcilió con la entidad de Zurich cuando asumió Gianni Infantino, que tuvo el olfato de rodearse de viejas glorias y lo nombró embajador. Un golpe de efecto que se fue diluyendo en el tiempo.
Reyes, papas, príncipes, presidentes de países, primeros ministros, jeques y emires quisieron tener su foto con Maradona. Por algo su apellido tuvo entidad de pasaporte: «¿Argentino? Maradona», era la deducción inmediata en los países más remotos. Había que tener los pies muy bien plantados sobre la tierra para no marearse. Sus posiciones políticas se fueron radicalizando hacia el lado de Fidel Castro, con quien compartió largas tertulias cuando en 2004 estuvo rehabilitándose en Cuba, de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro. Siempre con el Che Guevara como patrono de la doctrina.
Cuando le ganó una larga batalla a la droga, le quedó otro enemigo de fuste sin doblegar: el alcohol. Resquebrajó sus vínculos afectivos, lo alejó de quienes más y mejor lo querían y lo acercó a eso que con los años fue adquiriendo un significado tenebroso: «el entorno». Gente que no solo no lo ayudaba ni tenía ascendencia para marcarle límites, si no que se aprovechaba de sus debilidades y le consentía los excesos para no contrariarlo. Una corte de aduladores que actuaba en beneficio propio.
En su omnipotencia, un Maradona incontrolable se degradaba como persona, sus facultades se deterioraban. Resonaban las palabras del doctor Ricardo González Menéndez, que lo había tratado en una clínica en La Habana, tras el severo episodio cardiovascular que había sufrido en un verano en Punta del Este: «Es importante que tome verdadera conciencia de que estuvo al borde de la muerte. Por el momento recuperó el 90 por ciento de su función cardíaca. Diego debe alejarse definitivamente de cualquier situación de riesgo».
La dirección técnica lo devolvió a los vestuarios. «Él quisiera seguir jugando, sigue hablando como un jugador», describió una vez su hermano Hugo, que está radicado en Italia y con quien conversaba telefónicamente un par de veces por semana. Nunca lo abandonó la necesidad de sentirse parte del fútbol. Los jugadores quedaban más deslumbrados por tener al lado a una leyenda que por sus planteos y soluciones tácticas. Una palabra de aliento o de confianza de Maradona sustituía a las fichas de un pizarrón.
Sin ser poca esa ascendencia sobre un plantel, tampoco era suficiente para resolver las grandes citas. En una decisión más política que futbolística, Grondona le confió el seleccionado para llegar al Mundial 2010. Su mérito pasaba más por ser Maradona que por una trayectoria en los bancos que lo avalara. Tras una angustiosa clasificación a Sudáfrica, el desengaño fue fuerte con la eliminación ante Alemania con un 4-0 por los cuartos de final.
Aceptó el filón económico de ir a dirigir un par de temporadas a los Emiratos Árabes. Su vida sentimental nunca encontraba estabilidad. Haría falta una profunda auditoría para conocer la cantidad de gente que vivía de lo que podía generar Maradona. Fue sumando kilos en un cuerpo que le hacía sonar diversas alarmas. Las rodillas se mostraban claudicantes.
En la suma y resta de sus caídas de salud y resurrecciones, de querellas familiares y confrontaciones contra terceros, la cuenta le iba dando como resultado una vejez que le consumía prematuramente energía y lucidez. La batería de sedantes y medicamentos lo transformaron en una bomba química. Los últimos carroñeros de ocasión quisieron hacer creer que le estaban dando un reconocimiento cuando lo llevaron a la cancha de Gimnasia en su cumpleaños 60. El truco no funcionó porque el cuerpo y la mente de Maradona ya estaban exhaustos. Los oportunistas que quisieron vivir de él no repararon en nada, usufructuaron hasta sus últimos hálitos.
Su etapa de entrenador en Gimnasia pareció la gira de despedida de una celebridad. Los hinchas del Lobo le profesaron un amor incondicional. Y fuera del Bosque hubo un tour semanal repleto de emociones, nostalgia y tributos. Los partidos pasaban a ser una excusa, un complemento. Los clubes rivales competían para ver quién le preparaba una recepción más cálida, un trono más mullido. Maradona lo ocupaba como lo que fue, un soberano del fútbol, al que por siempre lo acompañará un clamor popular: «Olé, olé, olé, olé, Diego, Diego.»