La carrera de un futbolista va forjándose a fuerza de aprendizajes continuos y de todo tipo. Están los aplicados directamente al juego, y también, y casi igual de importantes, los que apuntan a la formación de la conducta y el carácter.
El nuestro es un medio muy riguroso, siempre muy observado, y a medida que uno va creciendo aprende que en la cancha no puede hacer todo lo que quiere. Primero, porque el reglamento no lo permite, y luego y sobre todo, porque resulta imprescindible mantener controlado el factor emocional. Cada futbolista va viviendo y sintiendo el partido bajo el denominador común de invertir en el juego cualquier cosa que pase afuera, sin desgastarse ni desenfocarse del objetivo, porque si las cosas se descarrilan, acaban causándole un daño al colectivo que integra. Es una lucha interna, una batalla permanente que todos hemos tenido que librar, cada uno a partir de su personalidad de base.
En mi caso hubo cuestiones del carácter que fui incorporando a medida que iba mostrando mi habilidad en el barrio o el club. Hay cierto aire de superioridad muy ligado a la vanidad que crece junto a la adulación que provoca esa misma habilidad. Es un rasgo que fue metiéndose en mi cuerpo hasta hacerse parte inherente de mi esencia y que derivó en cierto punto de insolencia y desprejuicio, en una suerte de orgullo distintivo. El resultado fue un chico desafiante, provocador.
Como todos, fui aprendiendo a sobrellevar esas características, a ir guardando en la mochila los factores negativos que acompañan a un futbolista durante su carrera. Pero hubo procesos que llenaron el depósito más de la cuenta, que me pusieron al borde del estallido en una cancha. Y en un par de ocasiones exploté.
La primera que recuerdo fue durante mi segunda etapa en Boca, en un partido contra Lanús. Estaba atravesando una situación difícil. Me sentía exageradamente responsable por la situación del equipo, que no era la ideal, y esa tarde sentía alrededor una tensión muy difícil de sintetizar en palabras. Hice el gol del empate casi al final y lo grité con una mano detrás de una oreja, con el típico mensaje «hablen ahora». El siguiente episodio es, sin dudas, mucho más recordado.
Yo acababa de llegar a Racing después de cerrar una historia de 14 años en Boca. En aquella época, a los torneos de verano en Mar de Plata iban las familias, la gente que estaba de vacaciones; no era el público habitual y fervoroso de la Bombonera. Mi salida de Boca había sido algo tumultuosa, con los dirigentes ensuciando la cancha y aumentando la confusión, pero yo no esperaba una reacción de tanta bronca, de tanto odio en mi contra. Las manifestaciones de la gente fueron sobrecargándome la mochila. Entonces hice el gol y exploté, no logré resistir la tentación de la dulce venganza, solté todo lo que tenía dentro y realicé aquel gesto fuera de lugar [N. de R.: se tapó la nariz tras la corrida del festejo del 1-0].
A los futbolistas se nos exige que juguemos con un reglamento y un manual de ética y moral debajo del brazo, pero las tensiones y las pulsaciones con las que se vive un partido pueden llevar a cometer excesos y a perder el dominio racional de lo que se hace. Al menos, era lo que a mí me pasaba, sobre todo al marcar un gol, que es el momento de mayor euforia y de desahogo, el instante en el que la cabeza se nubla y deja de pensar.
Las lecciones suelen venir después, y aquella fue una gran y necesaria lección para mí, aunque tuviera sabor amargo. Los hechos están, y sin pretensión de rebajar mi responsabilidad, tampoco pretendo vivir disculpándome. Hoy, haciendo un poco de introspección y revisionismo, pienso que podría haber frenado y buscado otro remedio sin traicionar mi propia imagen. También creo que fue un hecho excepcional en una carrera de veinte años y que, en definitiva, toda persona es un combo de aciertos y errores.
Pero también creo que hay que entender, ponerse en la piel y empaparse de las emociones de un jugador. No somos extraterrestres a quienes nos suceden cosas extraordinarias, sino ciudadanos comunes, más allá de tener un alto grado de exposición pública. Volver a humanizar el juego, escapar de la fábrica de héroes y villanos en que han convertido a esta industria, me parecen una misión necesaria para empezar a recuperar el alma que le robaron al fútbol.