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Boca, esclavo de un mito

stuto, desconfiado, conflictivo, fascinante, provocador. Cerebral, vanidoso, líder y controlador. Alguna vez desestabilizador, sí, también, cuando se puso por delante de la historia de Boca y desperdició la final de la Copa Libertadores 2012 contra Corinthians. Juan Román Riquelme, polémico.

Ya como dirigente, con el poder inalcanzable que le concedió la bendición popular, se esperaba que se dedicara a reunir a la familia xeneize, sensibilizada desde Madrid. Nadie más autorizado. Quién sino él, el máximo ídolo. Quizás, un mito. Pero ya en la campaña electoral había dado pistas para desconfiar, porque se había sumado a mil grotescos de vodevil con espíritu destructivo.

en ejercicio del gobierno ha sido el de siempre. El de las irritantes conductas de vestuario, otra vez especialista en fragmentar: conmigo o en mi contra. Voces que no se atreven a salir a la luz, por temor, por complicidad o por conveniencia, cuentan que los destratos son un estilo de conducta. Que la invasión de áreas y hasta la contratación de personal, para funciones que ya están cubiertas, son usuales actos de gestión. Casi, como si se tratarse de un club paralelo, un club de amigos. Aquella frase de Riquelme sobre la “Bombonera como el patio de mi casa”, de repente se corporiza y deja de ser una metáfora o declaración de encantamiento.

Juan Román Riquelme ha tenido un pasado como futbolista que autoriza su opinión como una referencia. Los hinchas le recordaron con miles de votos que lo adoran, y también le trasladaron sus miedos, urgencias y esperanzas. Hasta ahora no los escuchó. Ni a ellos ni a nadie, salvo a los acólitos del palco. Los cebadores de mate, incondicionales de una kermés.

Dirigir a una de las instituciones más potentes del planeta reclama otros atributos. Sin más capacitación que sus caprichos, se empecinó en incomodar a formadores de inferiores, futbolistas, técnicos y dirigentes. Casi siempre actuó como un divo al acecho, consciente de su poder de daño. Boca sufre. Rehén de un amor inexplicable, esclavo de un mito.

Fuente:Cristian GrossoCristian Grosso LA NACION – Foto: Archivo – LA NACION