El santafecino marcó una era para el automovilismo argentino; los grandes constructores lo buscaron para sus equipos; un piloto cerebral que no pudo ser campeón.
“Si uno le tiene miedo a la muerte no podría subirse a un auto de carrera”, una respuesta que adoptó después de romperse las piernas, en 1972, tras un accidente en el circuito Easter Monday Thruxton International, en Hampshire, Inglaterra, durante un test con un Brabham BT38 del equipo Rondel, propiedad de Ron Dennis. Era el primer año de Carlos Alberto Reutemann en la Fórmula 1, el calendario cumplía dos estaciones y en una demostración de su talento, ya había marcado una pole, en el debut, en el Gran Premio de la Argentina, y una victoria en Interlagos, Brasil, en una carrera no puntuable. La cátedra señala que fue uno de los mejores pilotos de la historia del Gran Circo, un campeón sin corona, al estilo Stirling Moss. Reconocido y codiciado por constructores emblemáticos, porque fue contratado por Bernie Ecclestone, Colin Chapman, Enzo Ferrari y Frank Williams, durante 11 temporadas participó de 146 Grandes Premios, con 12 triunfos y otros 33 podios.
Reutemann, que nació el 12 de abril de 1942, tuvo su primer contacto con los autos a los 6 años con un viejo Ford A modelo 29 en Manucho, un pueblo a 40 kilómetros de Santa Fe capital. El camino de tierra de la granja que tenía su padre Enrique y su madre, Flora Molina, era la pista de Lole, apodo que recibió en la infancia cuando a la pregunta de qué le gustaba hacer, respondía “ver lolechone”. El sueño del piloto empezó a los 23 años, en 1965, cuando corrió en Turismo Mejorado Anexo J, con un Fiat 1500 de los hermanos Américo y Carlos Grossi, en La Cumbre. “Cuando miraba las carreras me resultaba irreal pensar que podía ser piloto. Yo no tenía auto, tenía un Rastrojero”, rememoraba. Ese fue el vehículo con el que a los 10 años aprendió a volantear, almohadón sobre el asiento y estirando el cuello para ver por sobre el volante, una experiencia que repetía en el tractor.
Camino al circuito Alturas de Punilla, el estreno deportivo tuvo un contratiempo. La policía hizo un control de rutina y el auto, que tenía escape libre, no tenía los papeles en regla. Luis Keller, el restante piloto que los hermanos Grossi consideraban apto en el caso de que Lole no los encantara, se bajó a dialogar con los agentes; Reutemann puso primera y se marchó. “Era la oportunidad de conocer el trayecto hasta La Cumbre y el auto”, la anécdota que se hizo popular con el paso del tiempo. La provincia de Córdoba le dio el primer éxito, en la Vuelta al Pan de Azúcar. Lole, a pesar de que era su segunda participación, ya demostraba métodos, estudio de campo: le pidió prestado el auto a su hermano Enrique –un Renault 4L– viajó una semana antes y dio tres giros –cada uno tenía 103 kilómetros–, a escasa velocidad, y empezó a representar la vuelta en su mente, además de hacer algunas marcaciones, al estilo hoja de ruta. Ya manejaba el auto de modo cerebral y físico.
El primer registro en un auto de Fórmula es de 1966, cuando compite en las 500 Millas de Rafaela, en la Mecánica Argentina F.1, con un De Tomaso-Fiat, un auto sin la potencia de motor de los encumbrados rivales, pero al que Reutemann exprimió y vio la bandera en el quinto lugar. La velocidad de curva fue el secreto que le posibilitó entreverarse con los mejores. Rápido y consistente, las coronas de Turismo Mejorado de 1966 y 1967 lo condujeron al Turismo Carretera, donde corrió con un Ford Angostado, con motor F100 V8. Debutó el 28 de julio de 1968 en el autódromo de Buenos Aires y su llegada a la marca fue producto de la intervención de Oscar Gálvez, al que Reutemann le escribió una carta expresándole la intención de ser piloto del Óvalo. Lole ya miraba hacia Europa: “El mejor contacto que se podía tener para competir allá era Ford. Los motores Cosworth dominaban la F.1 y en Sport Prototipos ganaban con el GT40. Para mi ambición deportiva correr con Ford era un paso muy importante”. Nunca ganó en TC en sus 14 presentaciones, aunque se midió con pilotos como Copello, Pairetti, Marincovich, Perkins, Gradassi, el Loco Di Palma…
La conquista de Europa y la F.1
Con 27 años, observaba que la esperanza de correr en Europa se esfumaba. “Íbamos a comprar un Brabham BT30 y viviría en Inglaterra durante ocho meses…”. Pero la temporada internacional no tenía fecha y la desilusión lo envolvía. El Automóvil Club Argentino entendía que la Fórmula 2 era el único mecanismo para imponer a un piloto argentino nuevamente en la F.1 y el gobierno del general Juan Carlos Onganía, a través de la Secretaría de Estado de la Promoción y Asistencia a la Comunidad, apoyó el proyecto a cambio de que el auto luciera las publicidades de YPF y la leyenda “Visite Argentina”. Dos chasis BT30 que Brabham vendió a 2950 libras esterlinas, seis motores Cosworth 1.6 de 270 CV y 40 neumáticos Firestone, el equipamiento con el que se inició la Conquista de Europa.
El debut fue un sueño, porque ese día Lole cumplía 28 años, pero también una pesadilla: en el circuito de Hockenheim protagonizó un incidente con Jochen Rindt, la estrella que ese año (1970) se consagraría campeón de la F.1 con Lotus. “Con la pista húmeda no pude frenar y lo arrastré. Lo llevé al pasto y se armó un lío tremendo. Me vino a retar, me dijo que yo era un loco y que no iba a llegar a ningún lado si me manejaba de esa manera”. La incertidumbre sobre el futuro la aclaró Juan Manuel Fangio, con la novedad de que la Argentina volvería al calendario de modo oficial en 1972, aunque en 1971 se realizaría una prueba no puntuable. Pero a Reutemann lo que le aceleraba el pulso era que el Chueco tenía una lista de equipos, entre ellos McLaren, que ofrecerían una butaca a un piloto argentino.
Y fue un McLaren M7C, propiedad de Jo Bonnier, con el que cumplió el sueño de manejar el 24 de enero de 1971 un F.1. El enorme talento le posibilitó hacer podio –tercer lugar– y recibir la ovación del público. Era el comienzo de un idilio, de una relación que los amantes del automovilismo disfrutaron y los detractores, aquellos que sólo veían como único resultado la victoria, empezaron a inflamar. El crecimiento era sostenido y la segunda temporada en F.2 la finalizó subcampeón de Ronnie Peterson, una batalla que se definió en la prueba final en Vallelunga, a 30 kilómetros de Roma.
“Estoy seguro de que poca gente en la Argentina entiende lo que es estar en la F.1. Y yo acá estoy, con un contrato y no porque haya pagado el asiento. Me gané el lugar en apenas dos años, esa es mi felicidad”, destacaba, luego que Bernie Ecclestone lo subiera a un Brabham BT34, con el que lograría en su primera carrera lo que apenas cuatro pilotos realizaron en siete décadas: anotar una pole en el debut. Giuseppe Farina (Alfa Romeo, en el primer GP de F.1 en Silverstone 1950); Mario Andretti (Lotus, Watkins Glen 1968) y Jacques Villeneuve (Melbourne 1996), el tridente que cumplió ese récord. Finalizó 7mo en el GP de la Argentina, una carrera que le sería esquiva durante toda su campaña.
“No creo en la mala suerte, creo que hay razones para todo. El día que tuve problema con el combustible, en Buenos Aires, no fue cuestión de mala suerte: fue un detalle técnico, porque tuvimos un problema al sacar la rueda trasera derecha con el portamasa. No pudieron sacarla con un martillo ni cortar la tuerca. Se perdió mucho tiempo y en lugar de vaciar el tanque se llenó de apuro. Me faltó menos de medio litro, nos quedamos en la última vuelta, la 52, cuando llevaba 27 segundos de ventaja”, contó en 2017, en Cadena 3. Sin embargo, aquel 13 de enero de 1974, las crónicas reflejaron que el desprendimiento de la toma de aire, que se ubicaba detrás, por sobre la cabeza, generó que el motor quemara más combustible que lo habitual. La imagen de Lole desconsolado, sentado junto al Brabham BT44 número 7 recorrió el mundo. En el palco estuvo el presidente Juan Domingo Perón, que viajó en helicóptero desde Olivos al autódromo porteño junto con María Estela Martínez de Perón –Isabelita–, y Raúl Lastiri. Reutemann subió al palco y el presidente, de saco blanco, metió las manos en sus bolsillos, sacó su lapicera y se la regaló. “No tengo nada para entregarle, pibe”, fue la frase del General.
El primer triunfo no se demoraría: el 30 de marzo de 1974 celebró en el circuito sudafricano de Kyalami; esa misma temporada festejó en los GP’s de Austria y de los Estados Unidos y terminaría el Mundial en el sexto puesto. El diseño de Gordon Murray era una fortaleza y creyó que en 1975 podría replicar lo hecho por Emerson Fittipaldi un año antes en McLaren. Pero el nuevo compañero, Carlos Pace, lo desenfocó; eran la antítesis y lo que se presumía un sueño resultó una decepción que se agravó al año siguiente con un motor Alfa Romeo que Ecclestone conseguía de modo gratuito, pero que no tenían el rendimiento de los Cosworth.
La caída determinó la rescisión del contrato y la incorporación a Ferrari. Se instaló en Maranello, necesitaba conocer el secreto de la mítica escudería, entablar relación con su mecánico principal –Antonio Bellantani–, mientras reunía nuevos sponsors personales. La sensación de manejar el modelo 312T2B, que diseñó Mauro Forghieri, en Buenos Aires y la explosión de la multitud, una de las postales que simbolizaron el romance que nació con el triunfo de Froilán González y continuó con el título de Fangio. Con 13 unidades en dos carreras, después de terminar 3ero en Argentina y ganar en Brasil, Lole lideraba el campeonato. Pero Niki Lauda, su compañero de equipo, pidió ensayar en Fiorano y en Kyalami, la siguiente cita. A Reutemann le dieron descanso y el resultado fue previsible: el austríaco se impuso en Sudáfrica.
“Es muy serio y profesional. Goza de mi estima, porque es un trabajador concienzudo. Tiene óptima sensibilidad mecánica y es delicado para la puesta a punto del auto, que es una condición esencial para el éxito”, lo animaba Enzo Ferrari. Pero la interna con Lauda crecía, al extremo que, tras romperse una costilla en España, el campeón de 1975 escribió que Reutemann “se presentó solo para constatar que él estaba fuera de carrera”. El austríaco logró el cometido, su segunda corona, y se marchó a falta de dos GP’s, en los que Lole tuvo a Gilles Villeneuve como compañero.
Nuevamente, cuando el santafecino imaginaba que vendría su mejor versión, los planetas se desalinearon. Ferrari cambió a Michelin, un neumático que satisfacía a Reutemann, que se impuso en dos de las primeras cuatro carreras (Brasil y Long Beach) y marcó la pole en Mónaco, donde confesó que hizo el mejor giro en clasificación de sus 11 temporadas. Pero en carrera sufrió un ataque de Lauda (ahora en Brabham) en Ste. Devote, lo que provocó la rotura del neumático y derribó las chances de victoria. La prensa italiana castigó a Lole y los rumores de la contratación de Jody Scheckter corrieron el eje y Mario Andretti (Lotus) atacó sin piedad para llevarse la corona; el sudafricano finalmente firmó con la Scuderia y Lole se marchó, sin demasiado convencimiento, a la estructura que se había ganado el título.
Colin Chapman, su nuevo jefe, estaba extasiado con Reutemann, aunque el auto no era competitivo y Lole no estaba a gusto ni con el coche ni con las roturas ni con lo mal que calzaban los neumáticos Michelin en Lotus. Frank Williams asomó para negociar, pero Chapman no deseaba liberar al santafecino. “Nunca tuve un piloto de su calibre sin ganar un campeonato. Quiero que se quede hasta que seamos campeones”, expresaba el hombre que celebraba las victorias lanzando su gorra al cielo. El diseñador le susurraba que Andretti por segunda vez provocaba la salida de un piloto extraordinario –antes Peterson– y hasta comentó que el italoamericano tenía acordado su pase a Alfa Romeo, algo que no resultó ser cierto y la relación no tuvo retorno. “Carlos no es un buen piloto, es un piloto grandísimo, increíble. Muchos aseguran que es caprichoso, no doy crédito: cada vez que corrió para Lotus dio el máximo”, relató al periodista Peter Windsor.
La frustración final
La incorporación a Williams reactivó a Reutemann en 1980: un auto técnicamente de excelencia le posibilitaba brillar y no sentía presión por ser compañero de Alan Jones, que se consagró campeón. La liberación era tan grandilocuente, en particular después de romper en Mónaco una racha de 20 meses sin éxitos, que en el receso de mitad de temporada participó en la fecha del Rally de Mundial que se desarrolló en Tucumán, finalizó en el tercer puesto y se convirtió en el primer piloto en sumar puntos en la F.1 y en el Mundial de Rally. Todo cambió en 1981, Lole sintió que no tenía deudas con el equipo y que dejaba ser el piloto número dos.
Triunfó en Sudáfrica, carrera que finalmente no se computó; no le ofreció batalla a Jones en Long Beach, pero estalló en Jacarepaguá, desobedeciendo el recordado cartel con la orden Jones-Reut en el GP de Brasil. Segundo en Argentina; tercero en San Marino, la victoria en Bélgica –el triunfo más triste, después de atropellar al mecánico Giovanni Amedeo, de Osella– lo elevaba a la cima del campeonato y con ventaja. En el GP de Alemania sintió la primera frustración, cuando Williams le concedió el motor 349 a Jones, un impulsor que había prometido a Lole.
La debacle no se detendría. El desenlace en Las Vegas, al que llegó con un punto de ventaja sobre Nelson Piquet (Brabham), fue caótico: el equipo alistó cuatro chasis, Lole anotó la pole, pero el presentimiento de que le asignarían el modelo FW07/17, el que más lo incomodaba, se cumplió. El desastre era inevitable. Y aunque pudo salir como héroe de haber sacado de la pista a Piquet, como lo hicieron Ayrton Senna o Michael Schumacher años más tarde para ganar un título, ese pensamiento nunca estuvo en su mente. “Si se hiciera una encuesta, el 70% de los argentinos diría que tendría que haberle tirado el auto encima”, comentó con el paso del tiempo, sobre aquella definición.
Reutemann entendió que un campeonato no se pierde en una carrera: las garantías de Williams y Ecclestone sobre que la carrera en Kyalami puntuaría para el campeonato, el motor negado en Hockenheim, el 4to puesto que Jones le negó en Austria, la decisión de abandonar los neumáticos Michelin por los Goodyear… un rompecabezas de situaciones que destruyeron el sueño de campeón. En el hotel Caesear´s Park pensó en el retiro, pero fue convencido a seguir. La aventura apenas se extendió por dos nuevos Grandes Premios en 1982. “Se terminó, la pasión se apagó”, sentenció. El campeón sin corona estaba vacío, el chico que todos los días hacía 10 kilómetros a caballo para asistir a la escuela N°572 y al que le enseñaron a sumar y restar con palitos había dado la vuelta al mundo y ya no tenía nada más para dar.