Lo malo del éxtasis es la certeza de que cuando pase, no habrá manera de volver a él. Mentira. River es capaz de extender la sensación de bienestar hasta creer que es el estado natural. El sillón eternamente mullido, que no sabe de resortes traicioneros. En el cielo de Núñez desfilan todos los próceres millonarios, pero ya no tiene sentido la discusión: no hay nadie más venerado que Marcelo Gallardo. Su influencia trasciende esto del fútbol, la táctica, la estrategia y los goles. Su capacidad como entrenador, probada tantas veces antes, es un disparador hacia otros aires. Todos en River se encolumnan detrás de su figura, porque los jugadores, los hinchas y los dirigentes se alimentan de la fe de Gallardo. A ese lugar los ha traído este hombre que acaba de dar otro paso hacia adelante. Ya sabe de qué se trata la inmortalidad.
Nada de promesas: las palabras de Gallardo quedaron eternizadas en la memoria del hincha, se transforman en gargantas rojas, camisetas al viento, lágrimas desparramadas y abrazos eternos. Gritos sin voz, saltos al cielo. “Que la gente crea, porque tiene con qué creer”, exclamó alguna vez. Y la grey se entregó con devoción. Cientos de hinchas millonarios ya corrieron hasta su tatuador de cabecera para estamparse con tinta a Gallardo. Para siempre, por siempre. Como la estatua que se está por inaugurar. Temblores despierta perderlo. Sucederá algún día.
River gana por demolición, reduce a los rivales a las cenizas de la frustración. River es un equipo de autor, fácilmente reconocible. Por momentos el martilleo le puede ganar a la poesía, pero nunca abandona una frenética personalidad colectiva. Puede ser algo más rocoso, puede darse un barniz de pragmatismo, pero nunca descuida ese fanatismo por una idea que le clavó Gallardo en su espina dorsal. Jamás traspapela el estilo ni pierde el colmillo, aun cuando no juega bien, como le ocurrió en este torneo ante Banfield, Sarmiento o Gimnasia. Frente a Racing no iba a fallar, improbable con la gloria en juego. Corazón y cerebro tejieron nuevamente esa sociedad que arrojó tan buenos resultados desde mediado de 2014. Ya son 13 las vueltas olímpicas.
Impulsado por la excepcionalidad del momento, River dio la talla. Debía coronarse y se consagró. Gallardo le enseñó a este equipo, el de los parches, los pibes y los viejos (y a todos los anteriores también), a vivir en guardia. Aún con errores y fragilidades, las señas personales de River lo retratan sagaz, desconfiado y, especialmente, ganador. Y si se trata de renovarse, Gallardo es el mejor restaurador. José Paradela y Agustín Fontana fueron titulares en la primera fecha. Y Maidana y Pinola, también. Ese día de julio, River perdió con Colón y en el Monumental. Cuatro meses pasaron de una constante reinvención, con piezas con destino de rodaje en Reserva, como Simón, Rollheiser o Peña, que terminaron siendo engranajes del campeón. Arrancó el torneo con el mejor futbolista de la Argentina, Matías Suárez, y lo cierra con el mejor futbolista de la Argentina… Julián Álvarez. Porque el jugador siempre será el dueño de la cancha. Pero las revoluciones empiezan afuera.
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